miércoles, enero 18

Capítulo 1: Acerca del crimen y la condena

Cumplí mi condena. Día a día esperé el cadalso, recibí las injurias, y el látigo se hizo tan amigo de mis viseras que ya casi parecían caricias. La noche sempiterna me hundía en el calabozo mientras la humedad penetraba sin piedad por todo mi cuerpo hastiado. La olía permanente e impiadosa.
Famélica, temblorosa y repleta de una tristeza insaciable lloré a gritos mi crimen. Culpé a otros, a mil otros que supieron lavar sus manos en su completa inocencia. Yo no había cometido ningún crimen, lo juraba, una y otra vez.
Un día gris de verano llegó un ángel negro a mi celda, se coló entre las rejas, se desparramó en mi sucia manta de dormir y me susurró con nostalgia la cruel historia a través de la cual fue despojada del reino de la inocencia. Con dos cuchillas rebanó cada uno de lo hilos que cocían mis ojos. Los abrí con el dolor intenso de quien no ve la luz, la borrosa forma de la celda en la que por años habité se revelaba lentamente. Era mucho mas inmensa de lo que percibía acuclillada. Vi los dibujos que mis manos ensangrentadas hacían en las eternas noches de soledad.
Una explosión abrió el techo, mientras decenas de murciélagos caóticos se chocaban para escapar de su nido pretérito, y una sola golondrina se paró en la pared derruida. La observé con tenaz intención de verla con claridad, no es fácil tras años de ceguera. El ángel negro tan sólo me miraba, y con palabras como dagas me llevaba a los mas recónditos lugares de mis memorias. Nunca fue injusticia, era verdad. Yo había cometido un crimen, y cumplía la condena.
No era víctima, era victimario. Los recuerdos, las cuchillas, el corazón que ya no latía. La noche se hizo en mi pecho, y anidó en mi vientre. Este fue mi castigo.
El ángel negro desplegó dos inmensas alas negras y se elevó, tras de él la golondrina y el silencio se hizo en mi morada. Ya no podia dejar de ver, ni culpar, ni dejarme engañar: vi la verdad. Yo la maté. El dictamen era cierto, el juicio verdadero y el castigo certero.
Genuflexa imploré al cielo nubloso que la condena termine de una vez. Pedí perdón a cada estrella del universo. Y lloré las lágrimas más pesadas que mis mejillas pudieran soportar. Me atiborré de verdad. Con un terrible pesar me dormí entre sollozos, con miedo de nunca despertar.

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